¿Virtudes de la conciencia?

En estos instantes me vienen a la memoria los recuerdos de algo insólito.

Hace unos diecisiete o dieciocho años, hallándome en un mercado de la Colonia Federal con mi esposa sacerdotisa Litelantes, en momentos en que reclamábamos un reloj que ella había mandado a componer en una relojería, fuimos de pronto sacudidos por una violenta explosión de dinamita.

Litelantes, horrorizada, me pidió

regresáramos a casa de inmediato.

Es obvio que mi respuesta fue francamente negativa; en modo alguno quería yo exponer nuestras vidas a una segunda explosión que sabía había de acaecer.

Inútiles fueron sus ruegos... En tales momentos resonaron las sirenas y campanas de los “tragahumos” o bomberos.
                                                                                 
Aquellos humildes y mártires servidores de la humanidad se precipitaron en el lugar de las explosiones... “De todos estos bomberos que acababan de entrar al teatro de los acontecimientos no se salvará ninguno, morirán”; tales fueron mis palabras. Litelantes, horrorizada, guardó silencio.

Instantes después una segunda explosión hizo estremecer terriblemente la ciudad de México.

El resultado fue la muerte de todos esos humildes servidores; se desintegraron automáticamente, pues no se hallaron ni los cadáveres; tan solo se encontró por ahí la bota de un sargento.

Yo, francamente, me quedé asombrado del grado de inconsciencia en que se encontraban tales bomberos; si ellos hubieran estado despiertos, de ninguna manera hubieran perecido.

Todavía recuerdo el llanto de las mujeres que huían de aquel mercado y de los niños que horrorizados se agarraban a las faldas de sus madres.

Si yo no hubiese estado despierto, obviamente habría perecido, porque en el lugar en donde debía tomar el camión, tan indispensable para regresar a casa, murieron centenares de personas.

Todavía no he podido olvidar a tantos y tantos cadáveres que tirados sobre la orilla de la banqueta de la calle yacían tapados con papeles de periódicos.

Incuestionablemente esas víctimas se debieron a la curiosidad; tratábase de curiosos, gentes inconscientes, dormidos que, después de la primera explosión, habían concurrido al lugar de los hechos para contemplar el espectáculo.

Si tales gentes hubiesen estado despiertos, jamás habrían concurrido como curiosos al lugar de los hechos. Desafortunadamente, dormían profundamente; así fue como encontraron la muerte.
Cuando regresamos a casa, situada en la Colonia Caracol, nuestros vecinos estaban alarmados; suponían que habíamos muerto. Ciertamente se asombraron de que a pesar de estar tan cerca del lugar de la catástrofe aún pudiéramos regresar vivos. He ahí la ventaja de estar despiertos.